Algunas palabras sobre la nueva novela La marea de la sombra

La nueva novela del escritor Adolfo Colombres: La marea de la sombra comenzó a dar sus primeros pasos por el país. Se realizaron distintas presentaciones por las provincias y en la Ciudad de Buenos Aires.

Aquí les dejamos algunas palabras de los presentadores, que merecen ser destacadas:

La poeta y periodista Fernanda Agüero, dijo en la presentación del 21 de marzo en la Biblioteca Provincial de Salta:

“Cuando se lee una novela de Adolfo Colombres se ingresa a una especie de campo minado, pero con minas cargadas de belleza que van abriéndose como flores a medida que se transita por la historia. Cuando dice o describe, pareciera que hubiese elegido las palabras de algún sitio sólo conocido por él; tal es la magnitud de los vocablos que va enlazando. Además de escribir, Adolfo es una especie de pintor oculto, porque el arte emerge todo el tiempo, poblando ese campo minado de paisajes. Logra bosquejar mundos exóticos, lejanos, a los que describe de una manera tan precisa que en cada página es posible sentir el olor de la tierra, escuchar los pasos descalzos de una mujer o ver el color de los pájaros. Otro rasgo de esta novela es que toma el tiempo de la historia entre sus manos y hace con él lo que quiere, lo deshila, lo ovilla, lo lanza al pasado y lo retrae, para dejar plasmado que el tiempo es un círculo danzante que gira y, como el viento, puede cambiar de repente.

El personaje, como otros que transitan en sus otras novelas, es entrañable. Podría cualquiera enamorarse de ese hombre de aventuras, siempre pasional y arrojado al peligro, y aun así cargado de ternura, la que le permite acompañar a las mujeres que lo van guiando, unas desde el país de los muertos, y otras desde la infancia y el país de nunca más.

La novela está además atravesada por muchos pensamientos filosóficos, por alusiones estéticas y del arte en general, por consideraciones históricas y antropológicas, así como también por un sorprendente conocimiento de la naturaleza, cuando menciona una diversidad de animales y plantas que son como personajes secundarios, pues siempre acompañan a Teodoro. Todo ello logra impactar al lector de una manera profunda, porque al despertarnos sensiblemente nos remueve el alma, nos acerca al mundo multifacético del autor, y nos lleva a querer y comprender a Teodoro, como antes hemos querido a otros personajes principales de sus otras novelas.

Me gustaría destacar, ya en el final, que la obra de Colombres no es sólo una sólida construcción lingüística, sino que también es sumamente poética, y tal vez ése es uno de sus hechizos, la belleza puesta en comparaciones de gran valor semántico y estilístico, como cuando dice “me voy quedando sin nombre, como una bandada de penas sueltas”. Pero el mismo Adolfo nos dice luego que la poesía no es más que la sombra de una memoria, o la memoria de la sombra.”

Presentación realizada en el Centro Cultural de la Cooperación, marzo 2019

La poeta Verónica Ardanaz comentó durante esa misma presentación:

“Esta novela de Adolfo Colombres, como una historia nacida de las Mil y Una Noches, pero en el siglo XX, se entrama a una serie de otras que transcurren entre África y América, territorios simbólicos fundamentales de toda su obra, tanto de ficción como de ensayo. Encuentro su hermandad a ese clásico oriental, tanto en sus temas míticos y maravillosos, contrastando a la cruda condición humana, expresada en la visceralidad de sus pasiones y el amor redentor, como en su voz narrativa, que como una tercera persona consciente de su oralidad ancestral, enmarca los momentos de la novela, en un tiempo sin tiempo, porque: “como bien se sabe, el destino tiene sus propios designios, y conforme a ellos reparte el tiempo que nos toca.” La emoción de ese antiguo narrador del mundo oral, que palpita en la voz de esta novela, se hace personaje puneño en Cipriano Vega, muerto por el rayo de su corazón, un viejo cuidador de las historias mágicas del pueblo natal de Teodoro; conmueve el transparente relato de su velorio con su sabiduría antigua, donde la muerte era un ritual con sentido, cantado por las coplas, donde las cosas “van quedando sin nombre, como una bandada de penas sueltas”.

Un tono de vidala, una textura de oralidad y poesía son la intangible materia en que se teje la historia de las sombras de Teodoro Bogado, un antihéroe como toda gran novela contemporánea, que es testigo y partícipe del actual fracaso de esta aventura humana occidental. El sin sentido actual del mundo llega a Teodoro a partir del brutal asesinato de su esposa, en tiempos de la actual desintegración social argentina, que resuena en el asesinato político de una antigua novia en los 70. Viscerales, descarnadas, horrorosas son sus muertes, menos que cosas, como contracara del vaciamiento de la sacralidad del mundo, ponen al desnudo la violencia del capitalismo y el disciplinamiento patriarcal como fondo: los mandatos de masculinidad y su juego perverso de obligar a los niños a matarse desde adentro, obligándolos a destrozar pájaros como prueba de identidad varonil, matando su sabia sensibilidad para la vida al normalizar el destrozo de la belleza, el desprecio de las alas, la norma de cortar la libertad de la mujer y despreciar su vida salvaje.

Muertes que contrastan como un golpe de realidad, con la preciosidad intimista de los recuerdos de infancia y amores juveniles, e iluminan por contraste “la ética sin fisuras” de humildes personajes de las periferias más alejadas del planeta, de los desiertos africanos y puneños.

Quizás esta sea la novela, en relación a otras de Colombres, donde se expresa de manera más entrañable el deseo de libertad y liberación, como dos orillas de una misma experiencia: libertad del sistema, en el personaje de la joven Mora encarnando al Hombre Nuevo Americano, en los 70, libertad de la condición de las mujeres en el mundo patriarcal, pero también, liberación de la propia cárcel de sombras que al mismo tiempo que redime, también devora la vida de Teodoro a partir de dolorosos, de tan luminosos, recuerdos de ausencias.

Teodoro es un antihéroe peregrino del sentido del mundo y el dolor de la ausencia, como una sombra en pena. “Cuando todo se eclipsa, aparece el desierto”.

Este desierto es un no tiempo, un paisaje de sólo estar, donde la memoria es la marea que le acerca los restos del naufragio de su pasado, trozos vegetales de otra sensibilidad o la perla de una imagen como verdad de lo real. El dolor sólo puede ser redimido en una entrega total a las corrientes submarinas del mundo, donde las palabras regresan al silencio, y un amor más grande nos redime. Ese permanecer sin más en el desierto es un descenso pasivo al infierno de su sombra, como Orfeo siguiendo a Eurídice, pero sin palabras que pueda escribir para conjurar el regreso. La marea de recuerdos que asalta el desierto de Teófilo, en contrapunto con un presente sin tiempo, va creando un paisaje mítico: una mitología personal, en las resonancias de la luz de la infancia.

En un silencio por momentos estéril, el no tiempo del desierto anima el lenguaje, y las cosas hablan por Teodoro, hasta Khepri, el escarabajo egipcio de las arenas de la resurrección, lanza su oráculo, cuando “las palabras ya nada nombran, y son esa basura del lenguaje”.

Teodoro es un antihéroe ciego, y preso en su trama de sombras, pone en peligro a su propia hija, Iris, desciende hasta el límite, “cuando la tristeza se prolonga demasiado oxida el alma, destruye los instintos, la sabiduría práctica del animal.” La brutalidad del secuestro de Iris se transforma en el hilo de luz para habitar en la tierra. Teo logra recuperar el sentido en la pérdida total, desciende al fondo, como el dios egipcio, Osiris, descuartizado, tras soltar a sus muertos, se transfiguran en el espejo de su propio misterio. Wajda se transforma en un alma gemela de otro infierno, donde las mujeres son descuartizadas de infinitos modos.

Hay una “coreografía del silencio”, la sensación que lo más importante de la novela transcurre en gestos presentidos, como un lenguaje de pájaros, sin nombres, un vislumbre de contemplación, donde la verdadera imagen del mundo entreabre un instante de eternidad a la mirada humana.

Recuperar el deseo de ese instante es quizás lo que mueve al mundo y nos redima.”

La doctora en Letras y profesora de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán, Liliana Massara expresó en la presentación realizada en Santiago del Estero, el 18 de marzo de 2019:

“Esta es una novela que se construye en aras de un duelo, de una pérdida. Es una novela que puede leerse desde el planteo de una poética de la soledad y de la meditación, en tanto puede articularse con un espacio de reflexión metafísica.

Sin embargo, y dado el modo de organizarse y sus posibles lecturas, también podría plantearse mediante otras categorías, por lo que he seleccionado para esta presentación, un análisis que toma en cuenta diferentes perspectivas, entre ellas:

Novela de fronteras: su espacio narrado se ve atravesado por dos lugares, lejanos entre sí, que se entrecruzan: el lado de allá, las vivencias y experiencias que se dejaron en la Argentina, en Tucumán, en Rumi Punco, en Buenos Aires; y el lado de acá, en el África, un pueblo y el desierto. Fronteras de la geograficidad y de los paisajes, que tienden redes mediante el recuerdo y la mirada de Teodoro Bogado (escritor en ciernes) que se encuentra con su pequeña hija Iris en un viaje por esas tierras lejanas, no sólo por causa de la muerte accidental de su esposa Lea, sino porque ese trasladarse implica, además, atravesar el desafío de otra cultura y de otra lengua. Este es el presente que Teodoro no admite: la pérdida repentina de la madre de su hija, aunque indefectiblemente en su pensamiento está la respuesta: “todas las cosas se mueven de un modo irreversible hacia el final”.

Esta primera categoría lleva, lógicamente a otra:

Novela de viaje: en la que se agrega la compañía de un cuaderno de notas y apuntes que va tomando Teodoro. Allí se deslizan los movimientos del lugar, del desierto, como los otros, los de la lejanía, aquel en donde ya no está, o al menos, en los que está desde sus recuerdos y en su imaginación. Es aquí donde aparece el pasado como una fuerte presencia, y permanece en imágenes, en voces que salen de su interior, como la de su esposa Lea, quien marca las proyecciones de su mente, en sus vivencias, desde su sentir interno, o sea, proyecta el pasado, lo que realmente le perteneció a Teodoro, y a la vez, la negación de esa pertenencia perdida; una ausencia, recuperada en el recuerdo que su memoria diagrama desde el presente en el desierto. Su malestar, su duelo lo alejan de la realidad material y lo ubican en el lugar de lo invisible, sin materia ni voz, pero ese lugar donde vivió, en lo que tuvo, en lo que sí sabía que poseía, y, sin embargo, el presente le devuelve sólo en imágenes mentales.

El cuaderno de notas es parte de su identidad también, la de un escritor en formación, aliado a su cuaderno como una manera de apuntalar “lo real” que no es lo mismo que decir, la realidad, porque allí está la captación de lo exterior desde la mirada y sus emociones; esta realidad tiene cuerpo en el lenguaje del que mira y siente, y en su peregrinaje por los espacios y por los tiempo que habita pero, atravesados por lo que habitó y dejó atrás.

En esta novela de viaje, percibida también como una novela de aventura, hay una evidente seducción por los paisajes extraños a nuestra idiosincrasia, lo que condice con los modos de vivir mirándose para adentro que realiza Teo: “Ser en el paisaje” para evocar el pasado porque lo necesita en su proceso de duelo y pérdida. Lo pasado como una fuerte presencia en el estadio del duelo que atraviesa. En consecuencia, podemos también categorizar a esta historia como una novela de la memoria que sigue una línea coherente con lo que Teo escribe en el cuaderno, pues, la memoria también sacrifica “lo real” en aras de esta poética del duelo y entonces construye el pasado, seleccionando fragmentos de vida y no todo, tal cual se lo vivió.

El duelo cruza todas estas categorías de lectura, es el motor que se mantiene junto a la culpa, su razón de “ser” y “estar” en el pasado, en el que la infancia (el paraíso perdido) también se va colando a través de la memoria, cuando se mece en una silla del hostal donde tiene residencia con su hija, cuando está en su habitación o cuando peregrina paseando por el desierto y hace el salto temporal y de pronto se encuentre en Rumi Punco. Allí, el relato elige afectos familiares, que parecen postales del recuerdo, casi fotografías que se integran en el presente de la narración como imágenes (apela mucho a lo visual) cargadas de plasticidad, luz y colores que vuelven borrosas las líneas de continuidad con su presente. Por ello, en el capítulo tres, abre lo trágico; se narra la arbitraria (siempre lo es) muerte, la muerte equivocada a tan temprana edad de Lea, su esposa. Entonces la memoria, en este desierto interior y geográfico funciona como metáfora del vacío de un estado crítico del ser, y, estratégicamente, lo transporta al “valle de los muertos”, y las tumbas del lejano Egipto se entrecruzan con sus propios muertos.

El peregrinar por un tiempo ausente, sin embargo, incorpora dentro de la escena narrada, su cuota de erotismo; cuerpos deseantes y deseados; algunas escenas donde el amor tanto carnal como espiritual rozan la zona de lo sagrado; la vida como una suma de pasiones con Mora, con Lea, y otras propias de los encuentros de la vida sin trascendencia para la formación de Teo. Estas dos mujeres, sin embargo, marcan, en la relación de vida / aprendizaje de Teo, experiencias vitales, sobre todo con Lea, madre de su hija Iris. Retomar esos pasajes del pasado, motor del inconsciente que elabora racionalmente o metafísicamente, agregando su cuota de subjetividad actualizada, le permite recordar lo que está repercutiendo lentamente en él: “imaginar es levantar el velo que nos impide ver las cosas”.

La geograficidad es un núcleo importante en la novela, pero más, el eje de la memoria que recompone, según sus necesidades; imágenes, que tal vez se desrealizan para ser más construidas que reales desde la perspectiva de la mirada de Teo: máscaras que van desenmascarando al sujeto interior, para ponerlo en el camino del conocimiento: conocerse/conociendo a los otros, tanto a los de allá, en Argentina como a los de acá, en el desierto. El pasado lo asedia como una manera de estarse en el pasado para remediar, para limpiar, para purificar, como en los momentos en que Teo mira el paisaje, que lo siente más que verlo.

La partida es la necesidad de alejarse de la escena de los hechos, correrse de ese lugar de origen para encontrarse a sí mismo. El desierto, paradojalmente, como una forma de libertad que no libera si se aferra sólo al pasado, por eso Mora, le escribe: “te permito vivir con los recuerdos, y en especial con los míos, siempre que no sea solo de ellos, pues el presente y el futuro exigen su parte, y negársela es hacer trampa”.

Teo vive y posterga. Su novela es un modo de ver que no avanza, se paraliza; se sume en una postergación; no hace, medita; no hay acción, hay procrastinación. El duelo lo lleva a crear espacios imaginarios; se evade de la realidad, del presente: En su cuaderno de viaje anota que en el sueño (de soñar) está el punto de encuentro entre lo visible y lo invisible. Entre sueños, imágenes reconstruidas mediante la memoria, aparece la nostalgia por la niñez, y así, la novela va marcando una cadencia del peregrinaje por el recuerdo en donde el autor agrega un tono lírico que engrandece paisaje con recuerdos, mientras el personaje de Teo se mantiene encerrado en el pasado, en la pérdida, con tristeza a cuestas, por lo que acción y pasión como pulsión de vida se interrumpen, se desvanecen: el duelo es una negación al deseo, si no hay deseo no hay vida presente, según el conocimiento freudiando.

Parte de esa vida interrumpida en el presente es la puesta en escritura que retiene y no finaliza. Es un proceso lento como su duelo, y aquí a modo de estrategia narrativa, el autor vuelve a reunir en una intersección a naturaleza y arte, entendidas como caminos de salvación, porque: La tarea del arte no es repetir fielmente la realidad; es lo que depura y justifica la vida.

En esta novela de viaje, de aventuras, y de la memoria, la naturaleza es parte del encuentro del conocimiento, anclado en el peregrinar por sombras, formas de los fantasmas del pasado, donde hay un planteo de las mudanzas del tiempo, porque ahí está la verdad de las cosas y de la vida; porque la literatura, y la novela que está intentando escribir Teodoro, si bien le permiten retener la memoria, también le proporcionan el encuentro consigo y el mundo presente al que debe enfrentarse.

La escritura de Adolfo Colombres nos muestra la vastedad del universo, la complejidad humana, las incertidumbres del tiempo, la predisposición a detenerse en el pasado como tiempo real de posesión, y la indefectible certeza de pérdida, porque somos una suma de pérdidas irremediables que hay que aceptar.

La vida como un permanente desafío. Recuperar la condición humana como un modo de recuperarse y olvidar las pesadillas que ofrece el mundo a la existencia del hombre. Siempre hay que procurarse otras aventuras, nuevos caminos.

Una novela reflexiva, a partir de las distintas voces que vienen del recuerdo. Una novela que se sostiene en algunos intertextos especulares; procesos de reescritura de discursos como, por ejemplo, cuando se menciona la obra de Lawrence Durrell, Justine, una novela de pasión y decepción, que transcurre en la Alejandría de los años 30 y 40, que hace cruces escriturarios con la historia de amor, aventuras, dolor y desilusión de Teo.

Esto es su novela, La Marea de las sombras; un viaje por la memoria, un viaje de aventuras entre fronteras geográficas, una pérdida, una búsqueda en ese lugar lejano, considerando a la lejanía como una curación de sí. Sin embargo, me llega la cita del poeta griego Cavafis; “…No hay otro lugar, siempre el mismo y no hay otro barco que te arranque de ti mismo. Ah ¡No comprendes que al arruinar la vida entera en ese sitio la has malogrado en cualquier parte del mundo?

El regreso implica la superación y nuevos desafíos, o sea, también un hallazgo, un descubrirse a través de la posibilidad de la escritura. Finalmente, Teo escribe su novela.

Un sabor de nostalgias del ayer, un toque de realismo y de imágenes neorrománticas con desprendimientos líricos. Un viaje, partiendo a la búsqueda de sí, por medio de la literatura, pues como dice Lea, citando a Artaud: “El arte no es nunca real, pero es siempre verdadero”.

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