Llega el fin del mundo con ironía y humor: Lecturas de verano

Compartimos un fragmento del cuento:

Mi primer y último discurso al ingresar a la Academia

La Academia Nacional de Letras, Oraciones Cortas y Largas, Paréntesis y Afines (ANLOCyLPA) decidió incorporarme a sus selectas filas en un momento crucial de mi vida. Por la alocada pretensión de cobrarme los seis años y medio de alquileres que le debía, la propietaria de mi departamento había decidido lanzarme a la calle; mi media naranja se había fugado la semana anterior con un equipo completo de rugby amateur (quince jugadores, más el director técnico, cinco entrenadores y un número indeterminado de auxiliares deportivos) y me acababan de despedir de Mugre Ediciones, tras desempeñarme durante nueve días como corrector literario en sus ruinosas instalaciones. Sucedió después de una ardiente discusión acerca de la etimología de la palabra “exuberante” que sostuve con su director supremo, la que zanjé introduciéndole en el ojo derecho un volumen en miniatura de las recetas de cocina de Jane Austen, mientras burlonamente me colocaba en las comisuras de los labios un par de grisines a fin de imitar a una morsa.

Estaba forcejeando con la policía bajo la atenta mirada del oficial de desalojo, quien no hacía más que sonreír y afanarse en su limpieza bucal usando un gastado abrecartas de mi propiedad, cuando sonó el teléfono y comprendí que esa llamada iba a cambiar mi existencia por completo.

No me pregunten cómo: simplemente lo supe en ese mismo instante. Así suceden las revelaciones, las más gordas epifanías. Son como un eructo de Dios en nuestras orejas. En las dos y al mismo tiempo.

Aprovechando la fatiga del agente del orden, quien tironeaba de mis piernas para tratar de que yo dejara de aferrarme con ambas manos al marco de la puerta, logré manotear el auricular y contestar la llamada, mientras el poli se desplomaba con sus ciento cuarenta y nueve kilogramos de peso rendidos por el esfuerzo.

Del otro lado del teléfono sonó jovial, como siempre, la vocecita gorjeante de mi gran amigo (es solo un decir: odio emplear ese otro tipo de palabras que tanto mejor lo definen), Rudy “Dedos Sucios” Spacarotella, miembro de número de la ANLOCyLPA, aunque como la mayoría de sus colegas es incapaz de pronunciar siglas de corrido.

—¡Buenas, muchachote! —graznó— ¿estabas ocupado?

—Solo estaba intentando tragarme un juego de llaves —me excusé, mientras vigilaba atentamente a la mole azul que yacía como una ballena franca encallada en el palier, respirando a razón de cuatro veces por minuto.

El oficial de desalojo estaba muy ocupado guardándose en los bolsillos mis corbatas y mi colección de caramelos del período de producción 1967-68, tras ingerir unos cuantos. Era evidente que no fingía, que definitivamente se estaba haciendo el desentendido, de modo que suspiré como Greta Garbo y me dispuse a seguir escuchando, con el corazón bajo arritmia por la emoción, cuanto Dedos Sucios tenía para decirme.

—Esta sin duda es la mañana más feliz de tu vida —me garantizó el conocido autor de Deja ya en paz mis escabeches, el ensayo epistemológico que lo consagró hace treinta y cinco años con la tercera mención de los Juegos Florales en la Fiesta Provincial de la Sandía, ex aequo—. Como es de tu conocimiento, presenté yo mismo tu candidatura a la Academia, la Academia… ¡bueno, ya sabemos de qué Academia estamos hablando! —bufó—. Te considero mi alma gemela desde que publicaste aquella reseña sobre mi novela Quiero ser un sombrero con plumas, y no podía menos que…

A partir de allí Dedos Sucios se explayó durante media hora acerca de su carrera literaria, la pasada y la presente, y todavía estaba yo intentando recordar dónde diablos habían publicado las ocho líneas de mi crítica a su novela, si en La Voz del Tornero Quincenal o el suplemento sabatino Todos Pagan por Aparecer Aquí, cuando advertí que el oficial de desalojo trastabillaba y se aferraba desesperadamente al cortinado del balcón, soltando espuma por la boca. No le di mayor importancia, tratándose de él y dadas las circunstancias, de manera que volví a concentrarme en la voz que surgía del teléfono.

Calculé que mi benefactor ya estaba terminando de recitar su exégesis, de modo que en un ataque de escogida y muy intrépida oratoria aventuré:

—¿Y…?

—¡Bienvenido al Olimpo, delincuente juvenil! ¡Logré que te admitieran! La cláusula reglamentaria que te impedía acceder a ser miembro de número, porque todavía no ameritas ochenta y cinco años de edad, mereció en tu caso una excepción dictada por la comisión directiva, tras rogarles mucho y repartir entre sus integrantes bollitos de harina integral.

Al oír aquello mis ojos comenzaron a girar en sus órbitas, mi aliento se detuvo, la pizza con alcaparras ingerida la noche anterior volvió a mi garganta y comprendí que un mundo nuevo se abría ante mí, mientras intentaba seriamente no asfixiarme y perderme por tan inoportuno inconveniente, la consagración académica que había esperado durante toda mi vida….

¿Te quedaste con ganas de leer hasta el final…? Si te gustaron los párrafos que compartimos hoy en nuestra sección Lecturas de verano, te invitamos a seguir leyendo el libro Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos de Luis Benítez, Colección Rosa de los vientos, Palabrava, Santa Fe, Argentina, 2023.

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