Presentación de la novela Diez mil kilómetros de distancia

La semana pasada asistimos a la presentación de la última novela de Yamil Dora, Diez mil kilómetros de distancia, que estuvo a cargo de Osvaldo Bossi. Su hermoso texto merecía un lugar en nuestro sitio para que todos pudieran leerlo, así que lo transcribimos a continuación:

Diez mil kilómetros de distancia. Una novela breve. Una novela de no más de 120 páginas. Y al mismo tiempo, todo lo contrario a una novela. O al menos, en el sentido convencional que tenemos de una novela, con su historia, sus vericuetos narrativos, sus personajes. En vez de la imagen de la flecha que caracteriza a la prosa, aquí lo que se consagra es la imagen del círculo. En su interior, la historia no avanza, o está atorada desde el principio, enganchada a algo, alguien, un núcleo obsesivo, del que no se quiere o no se puede desprender. Escritura espiralada, que va y viene, no se va nunca y siempre regresa al mismo centro magnético: los pensamientos de su protagonista. Una cabeza que nunca se detiene. Desde la primera palabra hasta la última, a un círculo del infierno, a eso se parece esta novela, donde la cabeza no para de darle vueltas a lo mismo. El problema es la cabeza, dice su protagonista. Escribir es como pensar y pensar es como estar loco, dice. Sabiendo que el mal, si tal cosa existe, está en nuestros pensamientos, como decía el Príncipe Hamlet, y no afuera. El afuera, quizás, no existe. O son meros escenarios donde esta voz se para y recita sus parlamentos. Su eterna calesita. A diez mil kilómetros de distancia de todo y de todos. Incluso de sí mismo.

Yamil Dora junto al poeta Osvaldo Bossi, durante la presentación de su novela

Lejos. Como si viniera de otro planeta. Así lo vemos a este personaje que se niega a ser alcanzado por un espacio determinado y un tiempo determinado. Por el contrario. Es un niño y es un muchacho y es un adulto, no por separado, sino las tres cosas a la vez. Y esto, más que una liberación, se parece a una pesadilla. Como si no pudiéramos olvidar. Como si estuviéramos parado en un mismo lugar eterno, en un mismo espacio, pensando y sintiendo las mismas cosas. Como si no se pudiera crecer. Como si lo único que hiciéramos a lo largo de nuestra vida es ahondar, es girar sobre un mismo espacio sombrío y resplandecientes. Fascinados.

Diario de un loco. Monólogo interior. Soliloquio. El libro se regodea en este recurso, que más que recurso, se parece a un estado de vigilia que no encuentra, ni quiere encontrar, una salida. A una pesadilla voluntaria. Cuando digo voluntaria me refiero a la idea de goce que esta escritura pone de manifiesto. Un fraseo en presente, constante. Un ritmo machacón que termina por anular las diferencias.

Digo ritmo, y creo que aquí se encuentra una de las cualidades de la novela. Frases cortas, sin puntuar, o cuya puntuación responde a un ritmo interior. Como si no se tratara de frases sino de versos. Uno detrás del otro, uno al lado del otro. Cada fragmento intenta captar ese instante que es todos los instantes, donde la misma pena, el mismo fracaso, vuelve otra vez. Más que relato, entonces. Espacio de convocación. Con cada fragmento ilumino un espacio sagrado del que no quiero, bajo ningún pretexto, salir.  

Cada palabra. Gota que horada la piedra, insistente. Pienso en los personajes de Bekett, obligados a seguir representando algo en un mundo que ya no existe, o cuyo sentido se perdió, y de alguna manera lo sabemos. Afuera están la madre, el padre, los hermanos, las novias, las amantes, el amigo poeta. Pero están y no están. Parecen más bien las figuras de un duelo. Algo que se murió hace mucho tiempo, y cuya perdida, en lugar de ensombrecernos, nos permite armar, con esos fantasmas, una incansable telaraña de rencores y amor. Pero lo que sostiene todo y une todas las piezas, no son las anécdotas sino el ritmo. Un goteo incesante que lo protege del mundo exterior y que se parece, como en la Condesa sangrienta de Pizarnik, a la melancolía.

De hecho, la muerte ronda la novela. La muerte del protagonista. Como un telón de fondo, parece instaurar un nuevo sentido, o falta de sentido a todas las cosas. Sin embargo, la misma indiferencia sigue tiñéndolo todo. No hay declaraciones rimbombantes, cartas de despedida. Alguna forma, aunque sea atenuada, de patetismo. Acaso porque toda la novela lo es. Un patetismo que no se termina de tomar en serio, en sordina, que se mira a sí mismo, y a las cosas que ocurren a su alrededor, como si le pasaran a otro. A diez mil kilómetros de distancia.

Llama la atención, sin embargo, que su protagonista esté siempre al borde de las lágrimas. Como los niños, con esa facilidad. Mi idea es que el protagonista de esta novela es un niño y él es el único que lo sabe. De ahí su resistencia a participar del orden de los adultos. De ahí la voluntaria limitación de sus frases, que no salen, no quieren salir del orden puramente nominativo. La novela empieza así, por ejemplo: Tengo nueve años. Estoy yendo al jardín con mi abuela y mi tía María. Una mano para cada una”. Y después de muchas frases y de muchas páginas, termina diciendo algo más o menos parecido: Tengo cuarenta y cinco años. No tengo auto. Quiero escribir. Quiero ir a buscar a la mujer que me espera”. Las frases no crecen. No se sueltan. Se aferran a la materia que nombran. Se aferran a un mundo que ya no existe o que nunca existió. Si no me equivoco, cada palabra es un esfuerzo desesperado no por aplazar la muerte sino, paradójicamente, la vida. La vida que, tarde o temprano, nos llega a alcanzar.

En este sentido, se podría leer esta novela de Yamil Dora, más que como una fábula (el chico que no quería crecer), como una sutilísima novela de terror, donde algo espantoso ocurre y ese algo casi no lo podemos ver. No está a la vista. Me refiero a la voluntad de no aceptar las reglas del mundo, tal como son, refugiándose en la literatura. La literatura misma como una especie de ruina que hace que, este personaje al menos, ya no pueda vivir, o compartir la realidad de los otros, y en esa fuga, esa experiencia de soledad extrema, encuentra su goce. Como el príncipe Hamlet. Como Alejandra Pizarnik. Hablo de quienes maceran sus mejores palabras, sus mejores obras, en una tristeza sin fin. Una tristeza que, bien mirada, es una forma de la alegría.

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