Un viaje de ensueño: Lecturas de verano

Compartimos un fragmento del inicio de la novela Gracias por el sueño:

-¿Sabés lo que estoy dibujando? – preguntó el pequeño Milo desde sus 3 años y medio frotando con fruición su crayón rojo sobre el borde inferior de una gran hoja ya no tan blanca como si se tratara de la lámpara de Aladino.

-No, contame.

-Estoy dibujando tu casa. Y adentro de tu casa voy a hacer un corazón para que seas feliz.

-¡Gracias Milo! ¡Sos divino! -respondió Bárbara Terra, la tía abuela sorprendida y emocionada por el espontáneo y generoso emprendimiento de aquel rubiecito que ni siquiera conocía el departamento de esta tía de su mamá, puesto que vivían en distintos continentes y habían compartido muy poco tiempo juntos.

Según la primera definición del Diccionario de Uso del Español la felicidad es la “situación del ser para quien las circunstancias de su vida son tales como las desea.”

En cambio, para el budismo zen a la felicidad se accede cuando se está en el presente, el famoso “aquí y ahora”; permanecer en el pasado así como formular absurdas hipótesis sobre lo que podría haber sucedido si las personas hubieran actuado de otra manera o si las situaciones hubieran sido diferentes entorpece nuestro crecimiento; anhelar el mañana que supuestamente nos traerá lo que todavía no es más que un proyecto o un deseo nos saca de eje, desvía nuestra atención y allana el camino de los imprevistos como la caída del frasquito del último estante de la alacena que terminó hecho trizas en el piso o la frenada brusca de un auto en aquella esquina que íbamos a cruzar mirando el cielo.

¿Es feliz una persona sólo por poseer una mansión con piscina, ser un profesional exitoso, ganar una medalla de oro en las Olimpíadas? Podrían considerarse objetivos cumplidos o regalos deseados que la vida nos entrega; en todo caso surgen como destellos desarraigados y se transforman en momentos de prosperidad, de bienestar, de alegría chispeante.

En el vocabulario empleado por Bárbara Terra la verdadera felicidad viene de la mano con la serenidad del alma que después de un largo viaje sabe que llegó a destino; con la libertad de haber comprendido y hecho carne que las cosas trascendentales de la vida son poquísimas y nada tienen que ver con las riquezas materiales ni con los títulos obtenidos ni con el éxito o el fracaso sentimental, deportivo o cualquier otro. Es haberse ganado la gracia de permanecer en el “aquí y ahora” aceptando la vida tal como nos fue dada una vez despellejados los rencores, aliviadas las quemaduras del pasado, regados los desiertos, perdonados los engaños, las faltas y las lejanías.

Y Bárbara ya se encontraba en este mojón del recorrido la tarde en que a sus oídos llegó lo que para ella fue una dulce, inocente y sintética melodía: “…adentro de tu casa voy a hacer un corazón para que seas feliz.”

Cada domingo, la familia Terra celebraba una suerte de rito juntándose alrededor de una gran fuente de ravioles con tuco preparados por “Bachi” –sobrenombre poco serio que en su más tierna infancia le había sido adjudicado al Sr. Bartolo Terra padre por su propia mamá.-

La ceremonia dominical comenzaba a eso de las 11 de la mañana, cuando Bachi ingresaba a la cocina, sitio del cual se apropiaba ya que el sólo hecho de que algún otro miembro de la familia tuviera la vil idea de ir a buscar una bebida a la heladera provocaba su mal humor cuando no su ira. La cantidad de cacerolas, jarritos y cucharas que lo acompañaban en su quehacer equiparaba la infinidad de manchas acumuladas sobre los azulejos celestes, el piso, la mesada y, por supuesto, el cromado de la cocina.

A eso de las 13 hs., el hombre vociferaba: “¡A comer!” Y todos se atropellaban para llegar a sentarse a la mesa antes de que llegaran las pastas, so pena de verse aniquilados por una memorable mirada reprobatoria.

Se trataba de una típica familia tana, unida… Bueno, en realidad, un montón de neuróticos a la deriva, guiados por este cocinero cuyo apodo inhabilitaría para timonear cualquier embarcación.

Sin embargo, el señor Terra padre llegó a ser director de una conocida empresa agropecuaria del país. Poseedor de una enorme generosidad y de un altísimo concepto de la justicia, era honesto como pocos: jamás se le hubiera ocurrido quedarse con algo que no le perteneciera ni aceptar dádivas de clientes ni engrosar su patrimonio sacando provecho de la total confianza depositada en él por los propietarios de la firma.

Lástima que no era honesto consigo mismo ni con Eleonora, su mujer, ni con los cinco hijos que tuvieron juntos. Vivió casi toda su vida haciendo de cuenta que su propio papá había muerto de tristeza -cuando en realidad el hombre se había pegado un tiro en la sien allá por los años ‘30 con el revolver que el pobrecito Bachi no había atinado a esconder a tiempo.-

Resulta que el abuelo Terra, italiano de pura cepa, era dueño de una herrería donde no sólo se vendían clavos y tornillos sino que además se reparaban ruedas de carros y se herraban caballos.

Durante el día, Bachi ayudaba a su papá y cursaba el secundario en el turno noche. Bien se sabe que la crisis de aquella época fue severa y el negocio de don Terra no escapó a sus consecuencias: las deudas se acumulaban, los números no cerraban y él tenía a su cargo cinco hijos y una mujer. Sobre el adolescente Bartolo cayó la responsabilidad de estar siempre alerta debido al evidente desasosiego de su padre.

Un día, al buscar ciertos papeles dentro de un armario, lo sorprendió la fría presencia de un revolver. Bachi lo tomó en sus manos con gran aprensión; su mirada perdida en un horizonte inexistente: “…no puede matarse, no nos puede abandonar así, sólo porque debe plata…” trató de convencerse. Con enorme cuidado, depositó el arma en su lugar… Y por primera vez en su vida fue consciente de que tenía miedo.

Dos o tres días después, estando aún en la herrería, oyó un estruendo que venía del primer piso y corrió, corrió, corrió escaleras arriba hasta quedar sin aliento y enfrentado a esa puerta detrás de la cual sabía que se toparía con lo peor. A pesar de lo cual, apelando al coraje que sólo infunden las situaciones límites, la abrió sin ayuda, sin compañía, sin abrazo que lo sostuviera al momento de ver lo que vio y le tetanizó todos los músculos del cuello y de la cara, le paralizó el corazón y le dejó impregnado en la mirada un imborrable crepúsculo rojo.

Lapidado por semejante dolor, el cocinero don Bartolo Terra nunca más se atrevió a destapar las ollas familiares. Entre tantas otras cosas negó que su hermano mayor estuviera de la nuca, y que Miranda, la hermana menor, fuera tan depravada y manipuladora como su propio marido Casimiro Masa.

¡Triste destino común el de los futuros esposos Eleonora y Bartolo! Ella vivía con su familia en una ciudad a 700 kilómetros al sur de la Capital Federal. Se suponía que el novio, cuya edad superaba los treinta años, los recorrería en auto junto a su propia mamá viuda –que ya tenía comprado un vestido especial y un delicado rosario de cristal de roca que ofrecería a la que pronto sería su nuera- para formalizar el compromiso de casamiento. Lamentablemente, la abuela Margarita falleció unos días antes del viaje, durante una cirugía urgente en la que le sería extirpado un coágulo cerebral. Una semana más tarde, Bachi puso el motor a funcionar en automático y atravesó los 700 kilómetros ausente, despojado de sensaciones, con la proa puesta en cumplir con la promesa de pedir la mano de la joven novia. En el asiento del acompañante llevaba una caja alargada, envuelta en papel de seda con una tarjetita escrita de puño y letra por Margarita: “Bienvenida a la familia Terra. Que sean muy felices.”…

¿Te quedaste con ganas de seguir leyendo…? Si te gustaron los párrafos que compartimos hoy en nuestra sección Lecturas de verano, te invitamos a seguir leyendo el libro Gracias por el sueño de Patricia Rossi, Colección Ojo Lector, Moglia ediciones, Corrientes, Argentina.

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